Miércoles Santo -S. SANTA 2024-

Evangelio del día

Lectura del Santo Evangelio según san Mateo

(26, 14-25)

En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
«¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?».

Ellos se ajustaron con él en treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.

El primer día de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
«¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?».

Él contestó:
«Id a la ciudad, a casa de quien vosotros sabéis, y decidle:
“El Maestro dice: mi hora está cerca; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”».

Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.

Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo:
«En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar».

Ellos, muy entristecidos, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
«¿Soy yo acaso, Señor?».

Él respondió:
«El que ha metido conmigo la mano en la fuente, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!».

Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:
«¿Soy yo acaso, Maestro?».

Él respondió:
«Tú lo has dicho».

Palabra de Dios.

Reflexión

Es triste que muchos no sepan valorar la amistad, ni de Jesús, ni de aquellos con los que comparten su vida: padres, hermanos, compañeros…

Con Jesús siempre tenemos la posibilidad de “volver”, de reencontrarnos, de pedirle perdón…

Uno de los valores fundamentales del cristiano es la amistad.

No le dejemos solo en esta Semana Santa. Él nos concede siempre una nueva oportunidad.

¡Esa es nuestra gran suerte!

Mostrémosle que verdaderamente lo tenemos como amigo.

Hoy, miércoles santo, vamos a hacer el comentario y oración de las estaciones 9ª, 10ª y 11ª.

“Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: ‘Seguro, tú también eres de ellos, tu acento te delata’. Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: ‘No conozco a ese hombre’. Y enseguida cantó el gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: ‘Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces’. Y saliendo fuera, lloró amargamente”. (Mt 26, 73-75).

A Jesús le pesaba el odio de escribas y sacerdotes, la pesaba la ingratitud del pueblo que ahora olvidaba su anterior entusiasmo; pero sobre todo le pesaba más la deserción de sus discípulos, las negaciones de Pedro, el aparente abandono de Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?”

Sus repetidas caídas muestran su debilidad humana y sanan la nuestra. Nunca hay causa suficiente para darse por vencido y abandonarse a la desesperanza.

Una mirada a Jesús caído por tercera vez, una mirada de Jesús nos puede cambiar como a Pedro. Nunca es tarde para el arrepentimiento.

Señor Jesús, tú nos conoces mejor que nosotros mismos. Conoces nuestras debilidades y el riesgo de caer en la desesperanza. Ten piedad de nosotros. Y, como el Padre misericordioso de la parábola “El hijo pródigo”, nos das el abrazo del reencuentro, lleno de ternura y compasión.

“Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: ‘No la rasguemos, sino echémosla a suertes, a ver a quien le toca. Así se cumplió la Escritura: ‘Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica’” (Jn 19, 23-24).

Se despojó de su categoría divina y se hizo hombre igual en todo a nosotros, menos en el pecado. Renunció a honores, grandeza y riquezas; y nació humildemente en Belén. No tenía dónde reclinar su cabeza. Como muestra de su despojo total, al pie de la cruz, se reparten sus vestidos, lo único que le quedaba.

Pero el expolio no ha terminado y sigue hasta nuestros días. Porque sigue la explotación, la violación de derechos humanos, los ultrajes a la dignidad humana, la pobreza extrema, el hambre. Se sigue despojando a los pobres de todo, hasta de la esperanza de un cada día más difícil desarrollo.

Perdón, Señor Jesús, que nunca renunciemos a nuestra dignidad de hijos, que nunca toleremos los atentados contra la dignidad humana.

“Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y cuando llegaron al lugar llamado ‘La Calavera’, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda” (Lc 23, 32-33).

La crucifixión era una muerte infamante –basta ver a Jesús entre dos malhechores- y muy dolorosa. Clavado de pies y manos, inmóvil, retorcido de dolor, ante la mirada curiosa y hostil de muchos, el crucificado agonizaba durante horas. La cruz es el signo de los cristianos, el signo con el cual nos identificamos.

Pero también es cierto que no pocas veces hemos convertido la cruz en un honor, una condecoración. Y no estamos con condecoraciones así en un mundo que sigue crucificando a muchos miles de seres humanos, como consecuencia de guerras, de injusticias, de intolerancia. Necesitamos hacer honor a este signo de cristianos y que no crucifiquemos a más seres humanos.

Señor Jesús, que tuviste el gran gesto divino de decir en la cruz esta oración: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Hoy queremos hacer nuestras estas palabras. Y decirte de corazón que no queremos más cruz que la tuya, la de servir, la de ayudar, la de amar hasta el final.